La familia Kati ocultó durante siglos los manuscritos andalusíes para evitar su dispersión
La familia Kati ocultó durante siglos los manuscritos andalusíes para evitar su dispersión:
Pongamos que tras un largo periplo de años por el desierto, un prestigioso profesor universitario de EE.UU. encuentra casualmente a un pastorcillo analfabeto en un remoto lugar de los alrededores de la apartada ciudad de Tombuctú, en Mali, el cual le muestra un viejo manuscrito. Ante el interés asombrado del profesor por conocer la procedencia de aquel legajo, el ignorante pastorcillo le conduce a su casa de adobe, donde la familia del joven conserva varios cofres de chapa enmohecida. Tembloroso por la emoción, John Hunwick, que así se llama el profesor de la Northwestern University de Everston (Illinois), abre aquellas arcas misteriosas y... ¡allí está!. El tesoro de la fabulosa biblioteca Kati escondida durante siglos se abre ante sus ojos.
El cuento, tan ajustado al «arquetipo Indiana Jones», ha sido contado así al público norteamericano. Y sería hermoso, pero no es real. Puede, sin embargo, que la realidad sea aún más conmovedora que la versión hollywoodiense relatada en aquellos pagos. La salida a la luz del Fondo Kati, una biblioteca que, esto sí es real, viajó en 1468 desde Toledo hasta este escondido rincón del mundo después de atravesar en caravanas el desierto sahariano, está revestida de peripecias y aventuras dignas de un relato de Salgari.
A pocos años de la toma de Granada, la biblioteca viajó con su propietario, Ali Ben Ziyad, un godo converso al Islam expulsado de Al-Andalus, como tantos otros, tras la reconquista de Toledo.
Tras el largo viaje, cuando Ben Ziyad llegó a la ciudad legendaria de Tombuctú, situada en los confines del desierto, en el punto más alto de la curva del río Níger, el Imperio de los Songhai gobernaba esa parte del mundo. Su hijo, Mahmud Kati, casó con la sobrina del Askia, el rey, y, de ese modo, aquellos andalusíes exhaustos de exilio, llamados entonces, y todavía hoy, los «laluyyi» («los renegados»), por considerar que su sangre estuvo mezclada en algún momento con cristianos godos o judíos, encontraron firme cobijo al emparentar con la nobleza del imperio.
Pero vayamos por partes. Mahmud Kati, de quien se reclama descendiente directo el actual patriarca familiar, Ismail Diadié, el cual ha iniciado el pasado mes de octubre la construcción de un edificio para albergar los 3.000 manuscritos con el dinero aportado por la Consejería de Relaciones Institucionales de la Junta de Andalucía, es el autor de uno de los libros claves en dicha biblioteca. Se trata del «Tarikh-al-Fattash» («Crónica del viajero»), una obra que recoge buena parte de la Historia de una época en esta zona del mundo pero vista por africanos, y que aventureros y arqueólogos de muy diverso pelaje buscaron denodada e infructuosamente, junto al resto de la biblioteca, a lo largo del siglo XIX, por lo que el Estado francés la consideró un tesoro legendario, inexistente o desaparecido.
Lo que en realidad había ocurrido es que, a comienzos del siglo XIX, la familia Kati, ante el avance de una nueva dinastía en Mali, la del reino de los Peuhl que pretendía hacerse con aquellos fondos documentales para ganar prestigio y encontrar fuentes donde apoyar su imperio, decidieron ocultar la biblioteca de sus antepasados. Para ello, la distribuyeron entre los miembros de la familia, esparcidos los manuscritos en aldeas esquinadas y perversamente lejanas por los confines del desierto a lo largo del Níger.
Allí, ocultos bajo la arena en unos casos, escondidos en establos, en chozas y casas de adobe de los agricultores de la zona en otros, pero siempre en poblados casi inaccesibles salvo navegando por el río, han permanecido los libros todo este tiempo, lejos de la rapiña de los hombres, aunque no tanto de las inundaciones, de los insectos, ni del deterioro por el simple paso del tiempo.
La tradición oral de la familia, tan implantada en estas comunidades tribales, permitió que el fondo de Mahmud Kati, aunque disperso, no saliera jamás a la luz pública y, todavía hoy, los miembros del consejo de familia, algunos de ellos analfabetos, como tantos otros que les precedieron en su árbol genealógico, no aciertan a comprender por qué el consejero andalucista Juan Ortega les agradece que hayan conservado unido durante siglos ese legado en papel levantino, árabe o en vitelas de piel. Para ellos era algo consustancial a sus tradiciones.
Reunidos por el actual patriarca para tan memorable ocasión en Kirshamba, una aldea sólo accesible tras casi cuatro horas de navegar en una pinaza desde Tombuctú bajo los casi 50 grados centígrados del implacable sol del desierto, algunos ancianos lloran ante las palabras de agradecimiento que les dirige la delegación andaluza.
Sólo las rígidas normas no escritas de una cultura ancestral como la de los clanes africanos, permitió que los manuscritos viajaran a lo largo de los siglos hasta nuestros días. ¿Quién podía imaginar que estas aldeas rodeadas de arenales infinitos, cabras, camellos y silencio, albergaran un tesoro tan fabuloso?
Fue el padre de Ismail, Yayé Diadié, anterior patriarca familiar, el que, consciente del peligro de deterioro y pérdida irremisible de los libros, decidió a finales de los años 60 poner fin al «exilio» suplementario que, añadido al de la familia expulsada siglos atrás, padecían los libros desde inicios del XIX.
Según el relato de Ismail, aún recuerda cómo de la mano de su padre recorrió una a una las aldeas de los alrededores de Tombuctú para visitar a los miembros del clan y comunicarles que la hora de sacar a la luz el legado estaba cerca y que había que unificar aquella propiedad colectiva que sus ancestros les habían cedido en una especie de depósito temporal hasta el fin de los días... o de los mismos manuscritos.
Al parecer, tras esa ardua tarea, Yayé Diadié atravesó de nuevo el desierto en dirección inversa a la de su lejano antepasado que vino de Al-Andalus, esta vez con la intención de comunicar en Europa públicamente la existencia de los fondos. Llegó a Tánger, pero la burocracia y la policía le negaron el paso: «He visto España de lejos», explica Ismail que le dijo su padre.
Su sueño parecía frustrado. Pero, en 1988, Ismail logró lo que su padre había iniciado. Cruzó a España y comenzó a difundir la existencia del Fondo Kati y a buscar ayudas ante el grave peligro que corrían los manuscritos.
Ismail, casado en Mali y con varios hijos, se estableció en Granada, donde tiene otra hija, esta vez de una española. El Fondo Kati empezó a recibir ayudas puntuales, algunas del Ministerio de Cultura. En febrero de 2000, el poeta José Ángel Valente promovió un manifiesto, publicado en ABC, para la salvación del Fondo Kati y que fue apoyado de inmediato por intelectuales como José Saramago, Juan Goytisolo, Muñoz Molina,Amin Maalouf, Pep Subirós o Mohamed Choukri, entre otros.
Por esas mismas fechas, finales de los 80, el prestigioso profesor Hunwick del comienzo de nuestro relato, se trasladó a Mali para conocer «in situ» los documentos, Ismail no era, ni es, por supuesto, ningún pastorcillo analfabeto y la familia era consciente de lo que tenían entre manos. Otra cosa será probar si, efectivamente, Ismail es descendiente directo de aquellos Kati venidos de Al-Andalus. John Hunwick, al parecer en nombre de la Fundación Ford, ofreció salvar los manuscritos a condición de que salieran de Mali para ser depositados en alguna Universidad norteamericana, algo a lo que Ismail y su familia -seguramente lo hubiera impedido también el Gobierno de Mali- se opusieron siempre de plano. Desde Noruega llegaban propuestas similares. E incluso desde el Gobierno español, que accedió a donar algún dinero de urgencia. Tras constatar la importancia de la biblioteca, Hunwick regresó a su país y la historia que corrió en publicaciones diversas ya la hemos visto.
Ismail asegura que hubiera sido muy fácil subastar en Christie´s o en Sotheby´s algunos legajos para financiar la salvación del resto de la biblioteca, pero no quiere ni oir hablar de un asunto semejante. ¿Otra vez la fuerza y el apego de las tradiciones? Tal vez. O quizás, un extraño instinto de supervivencia colectivo del que probablemente carecemos en las civilizaciones occidentales desde hace muchas generaciones, ya que, como dice el propio Ismail: «No tenemos patria. Somos extranjeros aquí y allí. Por tanto nuestra única patria es nuestra memoria colectiva».
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